La contienda pre-electoral se torna cada vez más en una lucha despiadada por un poder que, para unos, es garantía de continuidad: más negocios, más corrupción, más pobreza y más desigualdad; mientras que, para otros, es oportunidad de cambio y de operar un retorno al Edén prometido de la autosuficiencia y la autonomía política y económica… con serias limitaciones de procedimientos.
Parece que en verdad no hay quien, en su sano juicio, no quiera un cambio para México.
La exhibición de los desatinos del gobierno actual no puede ser más culpable. La irritación social no viene a ser un reclamo ilegítimo. Por el contrario, es un grito cada vez más fuerte que sacude ya al país entero. No en balde se ha dicho que es el mismo gobierno que ha operado de una manera muy eficaz su propia derrota. Y, por tanto, ha de encarar su quiebre definitivo en las urnas
Al mismo tiempo, las “alternativas” que hoy se ponen sobre la mesa son tan radicales que representan, no alternativas para los electores, sino bandos en confrontación abierta para obtener el botín económico y político que significa llevar las riendas del Estado y blindar sus posiciones a perpetuidad.
Ser votante hoy en México no es ejercer una alternativa de libertad ante diversas ofertas; es reaccionar al miedo que representan los excesos de los bandos, sus amenazas y desplantes. Y ese miedo, como emoción básica, es lo que permea en el ánimo de los electores.
La prueba de la incompetencia política del gobierno para consolidar lo que, en lenguaje benévolo, sería el “impulso reformista”, ha sido el argumento más poderoso en contra de una continuidad que garantice el futuro prometido.
Y al mismo tiempo, ha sido el gran pretexto para quienes desean recuperar el poder, revestidos de actitudes mesiánicas, con seguidores fanáticos que comulgan en la liturgia de las dádivas al mil por ciento. Ellos alzan su voz para reclamar justicia. Justicia que significa, más bien, tener libre acceso al reparto de beneficios económicos y políticos por tiempo indefinido… Gatopardismo absoluto: hay que cambiar para que todo quede igual.
Ambas posturas son, a todas luces, extremas. Representan con toda claridad un juego de suma cero: “si tú ganas, yo pierdo”; “si yo gano, tú pierdes”. Por lo tanto, “yo debo hacer todo, y valerme de todo, para que tú pierdas”. Y es ahí donde la cosa se pone fea…
Porque el resultado no llevará a convivir con la oposición y negociar según las reglas del juego democrático; no, conducirá a aniquilarla, desaparecerla y eliminarla, para consolidar un estado totalitario, con mesías redentoristas que ofrecen el paraíso (sin medicinas, ni alimentos, ni seguridad…), a cambio de sumisión y obediencia plenas.