Hace un año, cuando llegué a Sarriá, el barrio en el que vivimos en Barcelona, solía salir a caminar por la calle principal sobre la vialidad y pensaba: ¡qué hermosas peatonales tiene Cataluña! No faltaba el tonto que pasara por allí en coche, pero caro se lo hacía pagar lanzándole una furiosa mirada de reproche.
Era agosto. De pronto, un día de septiembre la calle amaneció llena de autos estacionados. Los catalanes habían llegado de vacaciones y lo que yo creí que eran peatonales resultaron ser transitadas avenidas. Así ha sido este mes. La ciudad está dividida por la hermosa Avenida Diagonal que la cruza, y como dice mi amiga Isa: “de Diagonal arriba, toda BCN pa ti sola, cariño. Un lujazo. Ara (ahora) no quieras ni comprar tabaco porque está todo cerrau. De Diagonal abajo: a reventar”, porque claro, allí están los barrios más pobres, en donde la gente no vacaciona por semanas, las zonas turísticas y las playas.
La temperatura no sube tanto. Lo más que me ha tocado son 35 grados, ni siquiera cuarenta, pero lo tremendo es la humedad. Se asfixia uno en los departamentos, abre las ventanas y en vez de viento fresco entra una vaharada caliente; entonces es mejor cerrar todo, prender el aire acondicionado y, en mi caso, salir a caminar a partir de las siete de la tarde. Yo, que acostumbro ir del brazo de Gustavo, no soporto ni darle la mano porque ambos nos echamos a sudar, y a las cuatro o cinco cuadras siento claustrofobia, ganas de salir corriendo adonde esté fresco, pero nada está fresco, las calles se han convertido en un descomunal sauna colectivo.
Sin embargo, si la temperatura baja a 27 grados, eso hace la diferencia y salir es una fiesta. Me encanta caminar esta ciudad, es tan fácil llegar a los destinos a pie, y entonces se disfruta de la arquitectura, las calles arboladas, la cantidad de comercios pequeños y como todos son edificios de departamentos, ando a la caza siempre de la acera con sombra -las catalanas friéndose bajo el sol para lograr bronceados sublimes y yo como geisha acechando la fronda de los árboles-.
Avanza uno entre personas sudorosas, en shorts y hermosos vestidos vaporosos de playa recibiendo con deleite los regalos que entrega el mar siempre presente: fugaces aromas a iodo, la brisa que alivia el ahogo y el vuelo inédito de una gaviota entre los edificios.
Existe también el consuelo de las terrazas, en donde puede uno sentarse a tomar cañas, es decir vasos de cerveza, para acompañar las tapas o los bocadillos del famoso jamón ibérico de bellota que cortan con guantes y verdaderos escalpelos de enormes piernas que sostienen en modernos soportes de metal (no me sorprendería que hubiera una carrera de eso, Cirujano de Bellota, por ejemplo).
Al final, si ya es verdaderamente tarde, digamos las once, y Gustavo yo hemos caminado, conversado y sudado mucho, siempre nos queda la opción de tomar nuestro querido autobús 34 que nos deja casi frente al edificio donde vivimos, lo cual no deja de ser un riesgo, pues esos transportes suelen traer puesto el aire acondicionado tan alto que la cara automáticamente se le restira a uno en cuanto sube.
Esta Barcelona que se me está convirtiendo en un estado de ánimo: el más feliz.