Por Francisco Rodríguez
En Febrero de 1999 la diplomacia occidental intentó sin éxito forzar un acuerdo entre el régimen serbio y la resistencia albanokosovar en vista de las pretensiones separatistas de la región de Kosovo. La conversaciones se desarrollaron en dos rondas y los indicios apuntan a que, en una y otra, Washington ya había decido ordenar de una vez por todas los bombardeos contra la entonces capital yugoslava.
El 23 de marzo, Javier Solana, entonces secretario general de la OTAN, anunció el comienzo de las “operaciones aéreas” consistente en un intenso bombardeo contra Serbia durante 78 días. Solana tardó cuatro días en comunicar la orden al secretario general de la ONU quien se pronunció con ambigüedad respecto a la decisión unilateral de la Organización Transatlántica. Durante el bombardeo la ONU no pudo hacer otra cosa que refugiarse en la “acción humanitaria” legitimando “de facto” la ofensiva aérea.
La situación fue aprovechada por el régimen de Milosevic para ejecutar su “Plan Herradura”: limpieza étnica y la expulsión de la mayoría albanokosovar, y la desestabilización consiguiente de los países limítrofes utilizando para ello los flujos de refugiados que podía regular abriendo y cerrando sus fronteras.
Los bombardeos, ejecutados con múltiples efectos colaterales y sin ninguna baja por la parte aliada, no pudieron presentar mayor contraste con el genocidio que contribuyeron a acelerar y a agravar, aunque ya estuviera planificado de antemano y hubiese sido iniciado con anterioridad.
Este suceso propició uno de los genocidios más lamentables de finales del siglo XX, incluso Serbia, se ha negado a incorporarse a la OTAN precisamente por esos hechos.