Mi amiga Carla, de Barcelona, reabrió al fin su restaurante el lunes 25 de mayo, como parte de la desescalada en España. Sólo podían abrir la terraza y con el 50% de ocupación, sin embargo se llenó. Eso les dio esperanza.
Otra amiga, también en Barcelona, recibió la sorpresa de que su familia fue a recogerla al trabajo. Quisieron sentarse en algún lado a tomar algo, pero no pudieron. Todo estaba abarrotado.
Aquí en Holanda había que lavarse las manos con gel antes de entrar y el cupo era limitado, pero las tiendas no cerraron. La noticia es que a partir del primero de junio abren restaurantes, museos, cines y el transporte público se normaliza, aunque impondrán restricciones, como el uso de tapabocas y el mantenimiento de la distancia de metro y medio entre cada persona.
Solo espero, como muchos más, que todo esto haya servido para algo. Las cosas estaban muy mal. Nuestra manera de organizarnos a nivel mundial llevó a graves desequilibrios tanto sociales como económicos y ecológicos, pero el ser humano no cambia si no lo impulsa algo definitivo. He mantenido siempre que una de nuestras principales adicciones es la comodidad. Nos acostumbramos a todo, y una vez allí, no queremos movernos. La crisis del coronavirus fue inesperada, atemorizante y global. Nadie se salvó. Atacó a todas las clases sociales, los géneros, los países y, de un modo o de otro, a todas las edades. Tal vez era lo que necesitábamos para comenzar el cambio.
Fue interesante ver que en esta ocasión lo que funcionó no fueron los gobiernos, sino, al fin, como debe ser, la sociedad civil. La cooperación, la interdependencia, la solidaridad, el compromiso individual con la responsabilidad ciudadana. Pero aún necesitamos un Estado eficiente y, curiosamente, los que mejor enfrentaron la crisis fueron los diferentes, los gobernados por mujeres.
A nivel macro, ha quedado claro que urge la cooperación entre países, entre gobiernos, algo así como una regulación global que nos obligue a ayudar a quien esté en problemas y nos impida voltear a otro lado cuando sabemos que se están perpetrando genocidios. A nivel micro, la idea de una renta mínima global, para que nadie pase hambre, se ha revelado viable.
Ha llegado el momento de organizarnos de manera distinta, partiendo del hecho de que el planeta es la única casa que tenemos.
A nivel político, hay quienes proponen un centro plural de gobierno mundial. La cuestión sería garantizar que los más poderosos no impusieran su fuerza. Abandonar al fin la ecuación que ha definido a nuestra era: ambición más poder, generadores de miedo.
A nivel financiero, celebro la aparición de la cadena de bloques que pone el control del proceso en los usuarios eliminando a los bancos, a quienes con nuestro dinero hemos convertido en los amos del mundo.
Y, muy importante también, la educación. No podemos seguir educando a los niños de hoy, tan distintos a nosotros, como nos educaron. Para un mundo nuevo, se requiere una mirada distinta.
Todo esto no son solo ideas. A cuenta gotas va tomando cuerpo. Hay cantidad de propuestas, de intentos. Porque urge. El seguir operando como operábamos, es lo que nos ha conducido a esta crisis sanitaria.
Me conmueven las predicciones de Leonardo Boff:
Al final, pasaremos de una sociedad industrial/consumista a una sociedad de sustentación de toda la vida con un consumo sobrio y solidario; de una cultura de acumulación de bienes materiales a una cultura humanístico-espiritual en la que los bienes intangibles como la solidaridad, la justicia social, la cooperación, los lazos afectivos y no en última instancia la amorosidad y la logique du coeur estarán en sus cimientos.