No es ningún chiste volar once horas con la mascarilla puesta. Por más que me esforzaba, no lograba inhalar suficiente aire. O eso me parecía. En Breda, Holanda, en donde vivo desde que se declaró la crisis sanitaria, nunca nos confinaron ni nos obligaron a usar mascarilla, excepto en los transportes públicos, por eso no estaba preparada.
El avión venía a menos de la mitad de su capacidad. Los humanos no estamos viajando en este momento. ¿La comida qué sirvieron? Pasta fría con pasta caliente. ¡Que los dioses nos ayuden en esta transición que está asestando patadas furiosas a tantos servicios que dimos por hecho y a tantos empleos que pensamos que durarían para siempre!
Llegando a México, nos encañonaron. Conforme salíamos con nuestras maletas, nos tomaban la temperatura con una pistolita. Y así fue en el resto del viaje.
Habíamos ido para ver a nuestro hijo, que trabaja en Sudáfrica pero fue a sacar su visa, se quedó atascado allí y no ha podido salir, y a hacer trámites importantes. En donde quiera que nos presentamos fue con cubrebocas, respetando la distancia social, con cita previa, toma de temperatura y el sempiterno chorlito de gel en las manos.
Fue interesante ver a todo el mundo enmascarillado por la calle, hasta a los mendigos, y lo más divertido, las maneras que han hallado los restaurantes para cuidar al cliente. En unos, una enorme carta caminó hacia nuestra mesa, en otros, había que acceder a ella por una aplicación. Los meseros entregaban los cubiertos en canastas para que el cliente los tomara o los colocaban en la mesa con pinzas.
Lo triste fue hallar a nuestro hijo, que se había enclaustrado durante cinco meses, enfermo de colitis y gastritis por el estrés y con diez kilos menos de peso. Lo sacamos del encierro, lo abrazamos mil veces y lo alimentamos con mucho amor.
Me di cita con algunas amigas. Una de ellas, al verme, se me fue encima a besos y abrazos. Fue tanta mi alegría, que le correspondí, y al instante sentí miedo. ¡Habíamos infringido las reglas!
-¡No te me vuelvas paranoica ahora con el tema y me caigas en la falacia del contagio! -me dijo esa noche Claudia, mi amiga catalana, cuando se lo conté-. Tú sabes que las mascarillas no están garantizando nada. Creo firmemente que los contagios son un estado de ánimo, es decir, tu sistema inmunológico se convence de lo que tiene que hacer y eso viene de las órdenes de tu mente. Tú no tienes que pensar en ningún momento en que esto te va a pasar porque no te va a pasar ¡y punto! Y si te abrazan y te besan, alégrate de que te quieren. Estate tranquila e intenta no cansarte de más para que no se debilite tu sistema inmunológico y ese es todo el cuidado que debes tener.
Lo que pasa es que en Holanda no has vivido el estrés y el pánico de vamos a morir si se me acerca otro ser humano, que es lo peor, porque es donde nos estamos jugando nuestra humanidad. ¡No y no! Somos personas que necesitamos contacto con los demás porque eso nos recarga de energía. ¡Este asepticismo al que nos quieren someter nos está matando! Necesitamos el contacto y las muestras de cariño como las plantas el sol, ¡nos están quitando lo que nos hace humanos! Tampoco te digo que vayas junto a un covidoso y le pidas que te tosa encima, ¿eh? Pero disfruta de tu gente, abrázala y no te preocupes, porque al final lo importante es que tu sistema inmunológico esté cargadito de endorfina.