En 2015, en México, un oftalmólogo me diagnosticó glaucoma.
Pocos meses después, en Sudáfrica, adonde nos fuimos a vivir, encontré a un doctor que me recetó unas gotas para la presión ocular y otras para el ojo rojo, que era la reacción a esas gotas. Durante los dos años y medio que vivimos allí, nunca me cambió el tratamiento. Luego nos fuimos otros dos años y medio a Barcelona y seguí con la misma medicina.
A fines de 2020, en un viaje a México, el oftalmólogo me dijo que las gotas para el ojo rojo contenían cortisona, que había sido una salvajada ponérmelas todos los días por cinco años. Me cambió el tratamiento y llegué a Breda, Holanda, donde vivimos actualmente, con los ojos rojos porque las gotas tampoco me sentaron bien.
En diciembre busqué oftalmólogos en la ciudad. Hay tres. Llamé por teléfono y me dijeron que para tener una consulta, tenía que pasar primero por mi médico general.
Hacer cita con el médico general, no es cualquier cosa. Hay que llamar a la clínica en la que a uno le toca según el lugar en donde vive. Debe hacerse de las 8:00 a las 10:00 de la mañana. La contestadora está en holandés y lo va pasando a uno según su turno. Luego lo atiende la recepcionista, con la cual se puede hablar en inglés. La cita será, invariablemente, para ese mismo día.
En esa ocasión, me informaron que para ver al médico general necesitaba tomarme la presión de los ojos en una óptica. No lo podía creer. ¿Una óptica? ¿De verdad? Fui a buscar una y, en efecto, allí me la tomaron. Con eso en mano, volví a llamar y me dieron la cita.
Por fin vi al doctor, a quien le expliqué que me urgía ver al especialista. Muy amable, como todos los holandeses, me explicó que ESCRIBIRÍA al hospital para que me dieran cita. Estuve esperando la carta, que llegó una semana después, en donde me notificaban que tenía cita para dentro de un mes.
Los ojos comenzaron a dolerme tanto, que no lograba dormir ni trabajar. Terminé por dejar las gotas. Me quedé sin nada, lo cual era peligroso. Me urgía ver al doctor. No podía esperar tres semanas.
Desesperada, llamé de nuevo a la clínica del médico general para explicar el problema que tenía y me dijeron que tenía que esperar. Me enfurecí. Exageré mis síntomas y casi lloro, y AL FIN conseguí cita con el oftalmólogo para ese mismo día.
Llegué a las doce y media en punto. Me recibió una mujer que creí que era la doctora. Me hizo preguntas, le conté todo, me revisó y resultó que era la ayudante. Solo entonces pude ver, finalmente, a la doctora, quien me cambió el tratamiento. Le pregunté qué debía hacer si no funcionaba, de qué manera la podía contactar. Me contestó que no podría. Que debería llamar a la recepción del hospital.
Filtros, filtros y más filtros.
Desde que llegamos a Holanda, me sorprendió que no había farmacias en las calles. Ahora entiendo por qué. El doctor le receta a uno lo que necesita, y envía la receta a la farmacia de la clínica en donde está el médico general. Allí tiene uno que ir a surtirse. Todo está absolutamente controlado. En el país del libre uso de la mariguana. Odio, detesto, abomino, el sistema de salud holandés.