La última vez que me subí a una bicicleta tenía veinticinco años. Hoy, a mis sesenta y dos, he decidido volver a aprender. ¿Por qué? Porque llevo un año viviendo en Holanda, no sé cuánto tiempo más estaré aquí y de tanto ver pasar bicicletas, ya se me antojó. Además me será útil.
Vivo en Breda, una ciudad que no tiene metro, el transporte colectivo es escaso y para conseguir un taxi, debe uno llamar a una compañía y esperar por lo menos media hora a que el vehículo llegue. En cambio, todo está hecho para andar en bicicleta. Hay carriles especiales en todas partes, así como estructuras de metal para estacionarlas o de plano estacionamientos. Traen accesorios como lindas canastillas, sillitas especiales con un parabrisas para llevar a los bebés en el frente, unos bolsillos enormes para cargar cosas que se colocan en la parrilla trasera. Hay de todos tipos, pero las que más me sorprenden son las que llevan una carretilla de madera al frente en donde las mamás llegan a sentar hasta cuatro niños pequeños. Enormes y pesadísimas, pero muy bonitas.
Esa mañana soleada, salimos Gustavo y yo a la tienda de bicicletas. Nos atendió un muchacho guapísimo, enorme, delgado pero con cuerpo de gimnasio y muy amable. Desde luego, rubio.
-Queremos una bicicleta que no sea muy alta -me adelanté-. No sabemos andar y vamos a aprender en ella.
El chico nos miró sorprendido. Entendí que a esta gente, que llega al mundo pedaleando, oír que una pareja de nuestra edad quiere aprender, debe haberle sonado absurdo.
-Mmm, tengo ésta.
Nos mostró una, color rojo, cuyo sillín me llegaba arriba de la cintura.
-Es demasiado alta -dijo Gustavo.
Entonces nos mostró otra, más baja. Pero Gustavo examinó el manubrio.
-¿Y los frenos?
-Es holandesa. Los tiene en los pedales. Hay que pedalear hacia atrás.
-En una de esas me mato -zanjé.
-Tengo lo que necesitan -muy orgulloso, extendió el brazo para señalar una enorme, blanca, preciosa-. Es eléctrica. No tienen que aprender nada.
-¿Y el ejercicio? También la queremos para eso.
Nos fuimos a otra tienda. Le indicamos al vendedor lo que queríamos y nos mostró una bicicleta azul, ligera, bonita y con los frenos en el manubrio. Calculamos que era de nuestro tamaño, pero no nos subimos por no caernos enfrente de ese enorme macho con los brazos llenos de tatuajes. La compramos y salimos muy orondos con ella para llevarla a casa. Enfrente de nuestro estacionamiento, donde nos atrevimos a probar el tamaño, nos dimos cuenta de que calculamos mal. No alcanzamos a apoyar los pies en el suelo sentados en el sillín.
En casa, Orlando, nuestro hijo mayor, nos mandó un tutorial de cómo hacer para subir a una bicicleta alta. Entonces nos dimos cuenta de que eso era lo que debíamos haber hecho desde el comienzo: ver un estúpido tutorial. Uno de cómo comprar una bicicleta y otro de cómo usarla. Finalmente aprendimos en uno que el primer paso para aprender es apoyar bien la planta del pie en el piso. Gustavo y yo nos miramos. Tuve una idea, y me di cuenta de que a él se le acababa de ocurrir lo mismo. Iríamos el sábado siguiente a comprar una más pequeña, aprenderíamos en esa y utilizaríamos la que ya teníamos.
Así pues, el sábado iremos por la bici en la que aprenderemos a andar. Gustavo y yo brindamos por nuestra nueva vida esa noche en un hermoso restaurante junto a nuestro canal favorito. Mientras comíamos el postre, al fin admitimos que nos cagamos de miedo.
C O N T I N U A R Á